Descubrí por casualidad a Stig Dagerman hace años, en uno de los períodos más jodidos de mi vida. Y es que la depresión es un tipo de sufrimiento con diversas manifestaciones, y no siempre la fase más dolorosa es por fuerza la peor; se puede vivir una vida normalizada con una depresión crónica, carente de sentimientos (deshumanización fingida de apatía), que sin embargo tiene una difícil vuelta atrás. En esa angustiosa situación me sumía sin vislumbrar remisión alguna cuando tuve la suerte de leer el breve texto que ahora comento. Nuestra necesidad de consuelo es insaciable supuso un pequeño agujero a mi vacío, un fulgor tenue aunque lo suficientemente claro como para ir insuflando mi pecho de aire rebelde contra la desgana en la que se mecía la muerte de mi sentir. No diré, porque no es cierto, que fue definitivo o totalmente determinante, pero no me cabe la menor duda de que que me proporcionó un punto de inflexión en que apoyarme. Innumerables veces he intentado recurrir a este texto a través de su recuerdo, pero la memoria, ya se sabe, es esquiva. Por eso, al tropezarme de nuevo con él en un pequeño librito lo compré inmediatamente para leerlo con agradecimiento.
Traducido por José María Caba, a quien también debemos la traducción de Otoño alemán (Ed. Octaedro, Barcelona, 2001), la presente coedición de Al Margen, Etcétera y Fundació d'Estudis Llibertaris i Anarcosindicalistes además lo acompaña de tres textos biográficos que nos sirven para conocer mejor a este sueco nacido en 1923. Uno de ellos fue escrito por el propio autor tras la publicación, a sus 22 años, de La serpiente (Ed. Alfaguara, Madrid, 1990), novela que le colocó en la vanguardia literaria sueca. En él reflexiona sobre su postura ante el mundo como escritor comprometido y con el anarquismo como fundamento de su compromiso social. «Era uno de los nuestros», reconoce en su obituario la histórica cenetista Federica Montseny, amiga personal y admiradora de su obra. Finalmente, en la última página se halla el que fue su último poema, de corte social, escrito antes de su muerte para el periódico anarcosindicalista con el colaboró a diario durante más de diez años.
Stig Dagerman se suicidó (ya lo había intentado anteriormente) dos años después de escribir el texto que pone título a este librito, razón que se esgrime en la contraportada para considerarlo como una especie de testamento. Pero a mí esa valoración me parece un tanto superficial puesto que Stig Dagerman no sólo era un escritor que sufría, con el que cómodamente nos podríamos identificar a ratos, sobre todo era un analista de la angustia que escribía para luchar contra ella. ¿Qué actitud tomaremos, entonces, leyéndole? Su escritura es un verdadero potenciador de la libertad, poder que precisa de nuestra participación consciente (y no sólo de lágrimas, aunque también). Y a pesar de que haya pasado medio siglo, no ha perdido un ápice de vigencia porque hoy siguen siendo necesarias palabras que, como las de Stig Dagerman, horaden nuestra mente para airear el humus cultural que supuestamente nos distingue de los bichos.
Nuestra necesidad de consuelo es insaciable comienza sin concesiones, así: «Estoy desprovisto de fe y no puedo, pues, ser dichoso, ya que un hombre dichoso nunca llegará a temer que su vida sea un errar sin sentido hacia una muerte cierta...». Y puedes continuar su lectura en este enlace.
Saguzarra
(Adaptación de la reseña publicada en la revista Ekintza Zuzena, nº 23, primavera-verano de 1998.)
3 comentarios:
Pues voy :)
Gracias
dios mío que inteligente es usted!
Ay amigo! Las deprisiones... se retroalimentan a sí mismas y cuando parece que salimos de ellas tal vez sea sólo que no internamos en un nuevo pasillo frío: nos dejamos iluminar por la novedad, hasta que descubrimos que nuestros pasos nos llevan a una nueva celda...
Yo también conocía algún texto de Dagerman, gracias a ti y también a algún extracto rescatado de esos fanzines y publicaciones consoladoramente irreverentes. No veo el consuelo como una presa, aunque en cierto modo comprendo esa visión...
El consuelo es compartir, es darnos ese tiempo, esa oportunidad para la sonrisa, ese construir palabras que surgen generosas en, por ejemplo, una conversación de teléfono ;)
Y buscar y dejar fluir el consuelo es arriesgarse, claro que sí, porque fugarse de una prisión siempre es un riesgo, pero... ¡y lo bien que te lo pasas mientras planeas y excavas túneles...!
Muy buena reseña, muy buena reflexión... y muy buen momento el que has regalado. Gracias compañero.
Un abrazo :)
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