Castillos de febrero

Ojos marrones, opacos, no son los tuyos...
con la distancia del fingimiento, inanidad.
Teatro de unas manos al teléfono...
cubres el rostro, así te separas, tu mirada.
Un estornudo en la monotonía...
mocos en la conversación, disculpas, vergüenza leve.
Una gorra sobre la mesa...
reservado para jubilados, exigua biblioteca.
La cajera, sonrisa de cristal, no recuerda...
protocolos, copos que se deshacen en el aire, voces.
El teléfono vuelve a interrumpir...
ojos lejanos, dedos sobre el bolígrafo, caligrafía.
El sentido de la vida...
los semáforos, peatones esperando, carteles, oficina.
Cada movimiento que se repite, que nos proteje en su seno...
la estación, eludes a la viejita del otro día, billete.
Más silencios, un jersey ceñido a un desnudo arrebujado en la butaca...
las palabras buscan en lo que no habla, parada, soy yo quien baja.
Cuando tus ojos se mostraban quietos e inexpresivos...
eran foco hipnótico, lo que ocultaban, como un imán enigmático.
Luego, el desarrollo, ya no podían esconderte, la asociación de ideas...
más que enredarme, te adivinaban, sin querer.
Nada nuevo en tu mirada, voy hacia abajo...
recorro la curva, tus pechos, rutina y deseo, otro disenso.
Hubiera sido preferible la distancia, la incógnita...
el miedo y la vacilación dejaron un reguero de esperanza por el que embadurnarme.
Te he visto en sueños, eras otra...
con tus puños estirabas las mangas, cicatrices.
Compensaciones del guión, parámetros, no eres tú...
responsabilidad femenina, norma, disciplina, derrota.
Hendiste la cuchilla a siete centímetros del pulgar...
tú no, esa otra, la que sostuvo el dolor bajo el grifo.
Y esos ojos ausentes, sin brillo...
exigentes consigo mismos, evitativos, cobardes.
La mano sobre el rostro...
un palmo de minutos imperceptibles, hora de cierre.
Razones efímeras hasta el momento siguiente...
castillos sin blasón y sin escudo, a mediados de febrero.

Saguzarra